Un viento cruel sobre el bosque se
cernía y el corazón de María se helaba al pensar, en que lejos de su casa la
fuera a encontrar. Sus pies oscilaron entre las trémulas flores mientras corría
a su hogar, donde su mamá la esperaba con comida calentita.
Aconteció en uno de los recodos del
camino, que María se encontró a un duende blanco de pies a cabeza. Coronado en
escarcha, una sonrisa nevada esbozaba.
— Detente, niña— ordenó—. Mi nombre
es Eldor, y soy el rey del viento helado. Ante mi todos hacen reverencias ¡Solo
tú no me respetas!
— Tú no eres mi rey— dijo María—.
Amo correr por los verdes pastos y bebo agua del río trasparente. Déjame seguir
mi camino, malvado, y molesta con su escarcha a otra jovencita.
Enojado, el duende se lanzó sobre la
niña. María luchó y lucho contra ese helado señor y, cuando menos lo esperaba, su
frente se topó con una puerta. Estaba en su casa, donde festejó con sopa
caliente de su mamá, mientras Eldor golpeaba la ventana con furia, porque
existía solo un dominio que era incapaz de conquistar.
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