Hola ¿Cómo están? Es lunes y toca
compartir el sexto capítulo de La princesa valiente, pero antes
quiero hacerles un par de confidencias.
La primera, es que todavía no
terminé con la novela. Me propuse hacerlo a principios de febrero, pero
surgieron obstáculos inesperados. El final de la historia cambió mucho en mi
cabeza a medida que me acercaba a él, y decidí parar un poco para ordenar las
ideas. Si bien el resultado final será el mismo, los personajes tendrán que
sortear problemas bastante diferentes a los que planeé. Quiero retomar la
escritura el primer martes de marzo, porque da la casualidad de que hasta ese
día voy a estar estudiando (El viernes tengo que rendir examen de Contabilidad
y el lunes de Prácticas Administrativas).
La otra es más un anuncio que una
confidencia: la semana que viene voy a publicar dos capítulos. La razón es que
uno de ellos es bastante corto y, aunque es importante, no hace que la historia
avance demasiado. Además, al principio eran uno solo, que dividí en dos porque
considero que uno no tiene que ver con el otro. Pero ya lo verán la semana que
viene. Los dejo con la historia.
6
El castillo
de Lorena
El avión tocó tierra. Mi estomago se
sacudió y me puse una mano en la boca, evitando que se saliera todo lo que
comí. Fue un alivio deshacerse del cinturón y bajar por la escalera. En el
pasillo, un cartel me dio la bienvenida al aeropuerto de Heathrow.
En Francia fue más difícil. Cuando
vi la enorme máquina y escuché el
silbido constante de sus motores, tuve el impulso de correr a esconderme. Si no
lo hice, fue porque Evangeline me arrastró con ella. La azafata me susurró
palabras tranquilizadoras mientras me aseguraba a la butaca, y pasé el viaje
rezando para que el vuelo no se viniera a pique.
La noche que conocí a Evangeline,
ella quiso advertirme. Después de prestarme la ducha, ella y yo nos reunimos a
cenar.
— ¿Te gusta la ropa que conseguí?—
preguntó—. Es lo que usan las chicas de tu edad en Francia.
— Más o menos— dije—. La blusa es
bonita, pero es la primera vez que uso un vaquero. No estoy segura sobre él.
— La ropa de aquí suele ser más
ajustada que en Dermorn. Ya te acostumbrarás.
Hubo un minuto de silencio.
— ¿Cuándo partiré a Londres?
— Mañana— Evangeline sonrió—. Me
gustaría que te quedaras algunos días, porque de alguna manera te siento como
mi pariente… Pero sería peligroso. Yo misma te llevaré a tomar el avión.
— ¿Avión?
— Será tu transporte a Inglaterra—
Evangeline deslizó unos papeles sobre la mesa—. Te conseguí documentos. Desde
ahora, si alguien pregunta, te llamas Madeleine Becker y tienes dieciséis.
Miré el pasaporte.
— ¿Cómo que soy de Glasgow? ¿Dónde
queda eso?
— En Escocia. Ahí tienes unos
folletos para que sepas algo del lugar. Así será más convincente cuando lo
digas.
— Vale.
— Eso me recuerda hablarte sobre el
equipaje...
— ¿Qué tiene de malo mi equipaje?
— Los libros están bien, pero no
puedes llevar la espada.
— No dejaré mi espada ¿Cómo
practicaré si no la tengo?
— Me temo que no tienes opción.
Jamás pasará por el aeropuerto: te la confiscarán y te meterás en problemas.
— Entonces iré a Londres de otra
manera.
— No se puede. Si quieres vivir este
tiempo como chica común, tendrás que sacrificar eso…
Fui a dormir con un nudo en el
estomago, pues la espada era lo único que me unía a Dermorn. Papá la envió a
forjar para mí, para evitar que siguiera robando hojas oxidadas de la armería.
No quería darle la espalda a eso solo por una fantasía.
Era tarde para arrepentirse. Dermorn
quedó atrás y Londres me esperaba adelante, pellizcándome la piel, llenando mi
vientre de cosquillas. Un paso me separaba de la aventura de mi vida.
Al salir del túnel vi a una mujer de
rizado cabello castaño. Tenía un cartel con mi nuevo nombre escrito, y esbozaba
una sonrisa dulce. Me acerqué a ella.
— ¿Tía Lorena?—
pregunté.
— La misma—
respondió. Me tomó del hombro y me dio un beso en cada mejilla—. Estás enorme
¿Te lo han dicho?
— ¿Tú me conocías?—
me sorprendí.
— Claro. Viví
muchos años en el castillo ¿No lo recuerdas?
— No… lo siento…
— Yo jugaba contigo
a las escondidas… Pero eras demasiado pequeña, es lógico que lo olvidaras.
No supe qué decir.
Lorena me tomó de la muñeca.
— Acompáñame. Ya
reservé un taxi que nos llevará a casa.
— Vale.
Cruzamos el gran
hall del aeropuerto y salimos al sol de la tarde. Lorena me guió hacia el
pintoresco taxi negro y abrió la puerta.
— Más máquinas…—
suspiré. Me acomodé en el asiento trasero, junto a Lorena, y el vehículo
arrancó. Pegué la cara al cristal y me perdí mirando al resto de los coches, a
la gente que caminaba por las aceras. Sonreí al ver edificios parecidos a
castillos, y me cegué con el resplandor de enorme torres de cristal.
— ¿De dónde sale esa
música?— pregunté.
— Es la radio,
señorita— respondió el conductor.
— Me gusta— era la
primera vez que escuchaba una canción así. No reconocí los instrumentos con los
que se tocaba, pero me pareció preciosa.
Lorena sonrió.
—Creo que tú y yo
nos llevaremos muy bien. Me fascina la música de Inglaterra.
Le devolví la
sonrisa. No hable durante el resto del viaje, empapándome de Londres,
despidiéndome del silencio de Dermorn y de mi vida como princesa. Ahora era
Madeleine Becker, una chica de Glasgow que venía a vivir unos meses con su tía.
— Aquí es— Lorena
le pagó al chofer y ambas nos bajamos del vehículo.
— ¿Vives en una
librería?— pregunté, mirando la vidriera repleta de libros. Sobre ella, un
cartel rezaba: El castillo de Lorena, librería.
— A decir verdad,
vivo en el apartamento que está encima, pero sí: la librería es mía—. Una
campanilla sonó cuando Lorena abrió la puerta y me invitó a pasar—. Este mundo
tiene muchas cosas fascinantes, pero la gente lee poco. Yo intento cambiar eso.
— Genial.
Cruzamos el
comercio y subimos por una escalera de caracol. Su apartamento esperaba en la
cima.
— Bienvenida a mi
hogar— dijo.
Di unos pasos en
él. A primera vista, la única diferencia entre este y la librería, era que
habían sillas donde sentarse. Los libros se apilaban aquí y allá, en precarias
torres que no respondían a la lógica básica de la arquitectura. Sin embargo, el
olor a papel y tinta se relegaba a un segundo plano, como un perfume más en ese
aire viciado: era como un cuadro en el que todos los aromas del mundo tenían
una sutil pincelada. Sobre una mesa vi una bola de cristal y una decena de
pequeños huesos con runas, y en una esquina había un armario repleto de
botellitas con líquidos de colores. El olor provenía de ahí.
No me animé a
preguntar. Lorena caminó hacia una puerta y la seguí. Del otro lado había una
habitación con una cama y un par de armarios.
— Esta es tu
habitación— dijo. Me acerqué a la ventana y vi a las personas que pasaban por
la calle. El sol brillaba cerca de los edificios, enrojeciendo el cielo y las
nubes.
— Tiene una linda
vista— dije.
— Acomódate a tu
gusto. Me tomé la libertad de llenar el armario de ropa para ti, así que si
quieres darte una ducha y cambiarte, puedes hacerlo. Te espero para cenar en un
par de horas, así que aprovecha a descansar. Más tarde hablaremos lo que haya
que hablar ¿Te parece?
— Vale— me senté en
la cama y vi como Lorena se me volvía hacia la puerta. Tomó el pomo y se
detuvo.
— Bienvenida,
Madeleine.
— Gracias…
Obedecí a mi tía al
pié de la letra. Me duché y, ya con la ropa nueva, me recosté en la cama hasta
que Lorena me llamó. Para Entonces, la luz del alumbrado público se metía por
la ventana.
Nos reunimos en la
cocina. Estaba tan abarrotada de libros como cualquier sitio de la casa, pero
Lorena tuvo la previsión de correr las precarias torres a un lado, dejando
espacio para cenar juntas. El olor a pescado se metió en mi nariz.
— Bienvenida al
mundo de la comida rápida— dijo Lorena. En mi plato había un par de fetas de
pescado rebozado en harina y huevo, acompañado de patatas fritas. Tomé una y el
sabor del vinagre y la sal me inundó la boca.
— Me gusta— dije.
La situación me incomodó un poco al principio, puesto que no conocía de nada a
mi tía. Lo sobrellevé bien, respondiendo sus preguntas acerca de mi viaje.
— A mí también me
asustó el viaje en avión— Lorena se rió—. Pero después de instalada aquí, de
vivir rodeada de coches y aparatos eléctricos cada vez que salgo a hacer alguna
compra, me acostumbre a verlos. También me incomodaba usar vaqueros, habituada
toda la vida a lucir vestidos largos hasta el suelo, y me adapté. De hecho, no
podría vivir sin ellos.
— ¿Cuánto hace que
vives aquí?— me animé a preguntar.
— ¿Aquí en Londres?
Siete años, pero hace doce que abandoné Dermorn.
— ¿Por qué?
— ¿Por qué me fui?
Por lo mismo que tú: mi total desprecio a las leyes medievales de Dermorn.
Salvo que a mí no me quedó otra opción. Hice algo prohibido.
— ¿De qué hablas?—
levanté las cejas. Lorena se rió.
— No soy una
asesina— dijo.
— ¿Y entonces…?
— ¿No se te ocurre
nada por lo que me habrían expulsado?
La pregunta
catapultó la idea a mi mente.
— Brujería— dije, y
fruncí el ceño—. ¿Te echaron por estudiar magia? Muchas mujeres lo hacen…
— Lo hacen en
secreto— Lorena me miró a los ojos—. En Dermorn, la magia se les prohíbe a las
mujeres desde que en 1867…
— Lo sé. Desde que
Elektra Wolfestein intentó suplantar a la reina a la reina usando un hechizo de
metamorfosis…
— Si aprendes magia
en secreto, nadie viene a quitarte los libros de las manos. Sin embargo, si en
tus venas corre la sangre Deveraux, las cosas cambian. Cuando me descubrieron,
tuve dos opciones: abandonar la brujería o irme de Dermorn junto a mi
madrastra… Elegí la segunda…
— ¿A Evangeline
también la desterraron?
— Evangeline fue mi
profesora. Si elegía quedarme en Dermorn, tu padre la hubiera desterrado de
todas maneras.
Me quedé pálida.
Nunca imaginé a mi padre capaz de algo así.
Gracias por leerme.
¿Les gustaría vivir en una librería? A mí sí, pero quiero saber su opinión.
Comenten, y si les gustó el post, compártanlo. ¡Nos vemos!