Hola ¿Cómo están? Hoy
les quiero compartir el capítulo 2 de Una bruja entre tinieblas. Si
no leyeron el primero, pueden hacerlo aquí. Lean y díganme su
opinión.
2
Un extraño presentimiento
Samantha colgó el
teléfono. Muchas tinieblas oprimían aún su interior y no se sentía
bien todavía, pero la reciente charla con su amiga le había hecho
recuperar un poco el juicio: decidió que, como Agatha le había
sugerido, debía dejar el llanto a un lado de una vez por todas.
Reprimió con todas sus fuerzas los oscuros pensamientos que la
acosaban y se levantó del sillón.
Lo primero que hizo
fue ir a la cocina y servirse un gran vaso de agua, pues luego de su
loca carrera desde el colegio y sus sollozos, su garganta estaba
dolorosamente seca. Mientras bebía, Samantha se dio cuenta de que su
padre no estaba en la casa como debía haber sido, y resulto un
verdadero alivió para ella, ya que, de otra manera, la habría
pasado terrible explicándole la razón de su aflicción. Saciada su
sed, pensó en comer algo, pero antes creyó que lo correcto era
librarse del uniforme del colegio, por lo cual camino hasta su
habitación. Arrojó su mochila sobre las alisadas mantas de su cama,
se despojo de sus sudadas vestiduras y se dio una confortante ducha.
Lucía un bello
vestido azul que le llegaba hasta las rodillas cuando retorno
nuevamente a su habitación, después de tomar un pequeño refrigerio
en la cocina. A manera de mantener su mente distraída por algún
tiempo, se dispuso a empacar para el viaje a Londres: la idea de
abandonar Cambridge la disgustaba pese a todo, mas no existía forma
de evitarlo ya.
Toda una montaña de
blusas, zapatos y vestidos fueron a parar al interior de la maleta
esa tarde, y a pesar de lo ardua que resultaba la tarea de elegirlos
y clasificarlos, no logró sofocar los tristes recuerdos de Peter tal
como Samantha hubiera esperado. Por más que se esforzó para
impedirlo, muchas lágrimas continuaron escapándose de sus ojos esa
tarde. Para cuando hubo terminado de empacar, el sol estaba ya muy
cerca de los limites occidentales del cielo y resplandecía a escasa
altura entre los edificios de la ciudad. Sus padres ya no tardarían
en volver a la casa.
Sorprendida por la
hora, Samantha se apresuró a lavarse el rostro en el baño, en un
esfuerzo por borrar las marcas del llanto, y fue a la sala a volver
en su lugar el sillón que ella misma desordenara en su sombría
llegada del colegio. Fue justo cuando lo hacía cuando su padre y su
madre cruzaron juntos la puerta de entrada.
— Hola, Samantha ¿qué
tal ha estado todo?
— Muy bien, papá.
¿Dónde has estado toda la tarde? Pensé que no trabajabas hoy—
dijo Samantha al cabo que le daba un beso en la mejilla.
— Así era, pero
surgió un asunto de último momento en la oficina y tuve que ir a
resolverlo, pero ya está. Me encontré con tu mamá justo cuando
tomaba el ascensor hasta aquí— dijo Edward dejándose caer sobre
el sillón. Encendió el televisor—. El noticiero no debe tardar en
comenzar ¿no? Henry me llamó hoy temprano; me dijo que el gerente
del banco donde él trabaja fue encontrado muerto esta mañana. Fue
asesinado. Es probable que a Henry le den el puesto que ahora está
vacante a causa de esto…
— ¿Me hablas en
serio?— preguntó Bárbara mientras se sentaba junto a su esposo y
se ponía la cartera sobre el regazo.
— Claro que si—
afirmó Edward—, por eso quiero ver el informativo: seguro tendrán
que decir algo sobre el tema.
La música que
indicaba el comienzo del noticiero invadió la sala. Samantha,
aliviada de que ninguna marca de su aflicción fuera notada por sus
padres, se paró detrás de estos y apoyó sus manos sobre el
respaldo del sillón: sentía algo de curiosidad por lo que Edward
acababa de contar.
Las noticias de
asesinatos, muertes y todo tipo de atroces circunstancias siempre
aparecían al principio de los noticiarios, y este caso no sería la
excepción.
—Una horrible
tragedia sacude hoy a todos los londinenses— decía el presentador
del programa—. En la mañana del día de hoy, Stephen Elkins, el
gerente del famoso banco Welfare
and Castle, fue
encontrado muerto, al igual que su esposa y su hijo, en su domicilio
de Walnut Stain. Fueron brutalmente asesinados. Según nos comunicó
un vocero de Scotland Yard, el estado en el cual las víctimas fueron
encontradas era tan terrible, que en un principio se tuvo en duda la
identidad real de las mismas, no obstante, ya no caben dudas de que
son precisamente los dueños de la casa donde fueron ultimados. Aun
se desconoce quién y por qué cometió tan bárbaro crimen, pero se
ha iniciado una exhaustiva investigación para asegurar que este
criminal vaya a parar tras las rejas lo antes posible.
Una larga sucesión de
entrevistas a las autoridades invadieron la pantalla a continuación,
pero Samantha apenas les pudo prestar atención, sumida como estaba
en sombríos pensamientos. Encontraba que todo cuanto a ella la
rodeaba tenía un tinte de dolor y tristeza, pues aunque le parecía
bueno que a su tío le dieran un puesto tan importante en el banco,
era cruel que hubiera sido a causa de un acontecimiento tan tétrico
como la muerte de una familia. Entonces se imagino lo que sentiría
si un día llegara a su casa y se encontrara a sus padres muertos en
la sala, en mitad de un enorme charco de sangre.
Sacudió la cabeza con
violencia, debía disipar esa idea de su mente. ¡Sentía asco de sí
misma por haber tenido un pensamiento tan enfermo! Trató de decirse
a sí misma que no existía razón para temer a algo así, pero de
inmediato recordó que al día siguiente sus padres y ella viajarían
a Londres, y un extraño escalofrío le recorrió toda la espalda. El
sádico asesino del que hablaban las noticias debía estar aun en esa
enorme ciudad, era el sitio perfecto para esconderse y pasar
desapercibido.
— ¿Te sucede algo?—
preguntó Bárbara, quien al parecer había notado en Samantha un
aire de extrañeza.
— ¡No!— exclamó
Samantha escapando de manera brusca de sus pensamientos. Su mamá le
miró con cara de no estar conforme con su respuesta, por lo que
agrego—: Estoy bien, solo pensaba en el tío Henry… ¿por qué me
lo preguntas?
— Tienes la piel muy
pálida, y tu rostro… ¿acaso has estado llorando?
— ¡Claro que no!—
explotó la chica, y en un tono más convincente continuó—: Yo
estoy perfecta, no he estado llorando ¿por qué lo haría?
— De verdad,
Samantha— comenzó a decir Bárbara—, sabes que a mí puedes
contarme tus problemas: si existe un chico que te haga sentir mal,
yo…
— Ya te dije que
estoy bien, no te preocupes…—Samantha estaba bastante nerviosa.
Intentó desesperadamente cambiar el tema de la charla—. ¿Quieres
que te ayude a preparar la cena?
— Si— cedió la
mujer, siguiéndole la corriente a su hija—, y será mejor que
empecemos a hacerlo cuanto antes. Quiero irme a dormir temprano: en
la mañana tendremos mucho que preparar para nuestro viaje.
Haciendo un poco de
esfuerzo, ya que entendiblemente estaba cansada luego de un largo día
de trabajo, Bárbara se levantó del sillón y caminó hacia la
cocina. Samantha la siguió, dejando a su papá viendo televisión
solo en la sala.
A veces, sobre todo
cuando estaba triste, Samantha solía enojarse por detalles que en
otros momentos le hubieran parecido mínimos. La actitud de su padre
de dejar que las mujeres de la familia se dedicaran a preparar la
cena y otras comidas, la irritaba bastante: no podía entender como
su papá jamás se ofrecía a ayudar en las tareas de la casa. Si
bien era verdad que este llegaba siempre muy cansado de su trabajo,
también era cierto que Bárbara llegaba muy agotada de dar clases en
el colegio y se abocaba a realizar más tareas ni bien ponía un pie
en la casa. A pesar de todo ello, aún si compartía los sentimientos
de su hija, ninguna queja sobre su esposo escapaba de los labios de
la mujer.
Emociones como esta
podía abordar a Samantha también cuando estaba muy nerviosa. Muchas
veces había hecho el ridículo frente a chicos que le parecían
atractivos: se enojaba cuando su voz se ponía temblorosa al hablar
con ellos o cuando sus propios comentarios no despertaban el menor
interés a nadie. Ese enojo hacía que la gente que la rodeaba
comenzara a hacer comentarios en broma sobre su extraña manera de
actuar, y estos últimos la irritaban un poco más. Al final, su
enojo la hacía siempre decir cosas que estaban fuera de lugar, y las
personas siempre se aprovechaban de ella por eso y se le reían en la
cara.
En una ocasión,
cuando tenía trece años, una catarata de comentarios machistas por
parte de unos chicos, provocaron que Samantha terminara discutiendo
con un muchacho que le gustaba sobre lo injusta que era la sociedad
con las mujeres, y acabo asestándole un fuerte puñetazo en el
rostro a este luego de que dijera:— Basta de tonterías, Samantha.
Las mujeres son todas unas descerebradas: ustedes solo sirven para
decir estupideces, y lo único que les interesa es casarse con un
hombre para fastidiarlo toda la vida con la indeseable carga de tener
un hijo, cuyo único propósito es garantizar que estará junto a
ustedes el resto de su miserable existencia…
Ese chico dejó de
gustarle desde ese instante, de hecho, jamás volvió a hablar con
él. En el futuro la chica se arrepentiría de tal manera de actuar,
pero nunca quiso ir a pedirle perdón, porque una parte de ella creía
que él se merecía el golpe ¡Si había sido de lo más patán y
machista que hubiera visto! Además, sus amigas recordaban el suceso
como una increíble lección de humanidad que ella le había aplicado
al desalineado muchacho.
Minutos antes de que
Samantha y su madre terminaran de preparar la cena, Edward contestó
a una llamada de teléfono en la sala, y estuvo hablando un buen
rato. La joven sintió mucha curiosidad sobre esto, pero trató de
concentrarse en lo que hacía, sabiendo que luego tendría la ocasión
de enterarse. Fue Bárbara la primera en expresar su inquietud al
respecto, cuando los tres estaban sentados ya a la mesa.
— ¿Con quién
dialogabas hace un rato en el teléfono, Edward?— preguntó—. Por
tu manera de hablar parecía que charlabas con una mujer…
— Así era—
confirmó Edward—, platicaba con Mary Ann, la esposa de Henry.
— ¿Y qué quería?
— Pues hablar de
Henry, por supuesto. Me ha confirmado que ahora él es el nuevo
gerente del banco.
— ¡Que buena
noticia!— exclamó Bárbara.
— Pero eso no es lo
único— se apresuró a continuar Edward—. Celebrando su nuevo
puesto, Henry nos ha invitado a la sede del banco para hacernos un
recorrido por sus instalaciones, por lo cual hemos de dirigirnos
directo hasta ahí cuando viajemos a Londres mañana: luego del
recorrido iremos todos juntos a Rose Garden.
— Lo del recorrido
suena algo aburrido— comentó Samantha, quien había seguido todo
con atención. Su curiosidad se vio un tanto decepcionada al saber
que la charla telefónica tenía que ver con el viaje, pues tenía la
esperanza de distraer su mente de esos asuntos. Estaba bastante
irritada.
— Pues nos esperan a
las once— agregó su padre.
— Mary Ann debía
estar encantada con todo—dijo Bárbara.
— Ni que lo digas:
parecía una niña a quien le han hecho cientos de regalos en
navidad— dijo Edward en un tono divertido—. ¡Me repitió todo
cuanto menos tres veces!
— Me parece genial
que todo esto les pase a ellos dos— dijo Bárbara—. Había sido
un golpe muy duro para Mary el enterarse de que no puede tener hijos…
— Aunque Henry no
parecía estar triste cuando lo supo: no sé si me entiendes Bárbara—
dijo Edward guiñando un ojo a Samantha. Esta última esbozó una
sonrisita, intentando seguir el juego de su padre en vez de estar
simplemente amargada.
— ¡No hagas esos
comentarios frente a Samantha!— exclamó la madre de esta un tanto
sonrojada.
— Es la verdad—
dijo Edward—. Además, Samantha ya no es una niña: entiende
perfectamente estas cuestiones.
— Así es mamá, ya
casi soy una mujer— dijo Samantha.
— Está bien,
entiendo— dijo Bárbara soltando una risa nerviosa—. La cuestión
de todo esto es que, para cumplir los designios de Mary Ann, mañana
tendremos que partir cerca de las nueve hacia Londres. El viaje por
la autopista no ha de llevarnos mucho tiempo, pero movernos entre las
calles de la ciudad es un trabajo lento.
— Eso significa
levantarse más temprano…—bufó Edward.
— Espero verlos a
ambos en la cocina poco después de las seis— confirmó la mujer.
— ¡A las seis de la
mañana!— exclamó el padre de Samantha—. ¿Te das cuenta de que
estas son nuestras vacaciones, Bárbara?
— Se que son
vacaciones— respondió esta ultima—, pero hemos de hacer las
maletas aun: ninguno ha tenido tiempo de dedicarse a ello.
— Yo si preparé mi
equipaje— dijo Samantha. Ya estaba resignada a que el viaje era
inevitable, y de nada le valía poner trabas al asunto, no tenía
energías para hacerlo—. Si quieren, puedo ayudarles a preparar el
suyo.
— Además, hay que
asegurarse de que todo en la casa quede en orden— Continuó
Bárbara—. Ya le entregué una copia de la llave a Claire, y ella
se encargará de mantener las cosas en su lugar mientras no estemos.
— Tienes razón con
todo— dijo Edward por lo bajo—. También tengo que cargar
gasolina al coche: iba a hacerlo de vuelta de la oficina, pero lo
pase por alto…
Bárbara dio un
bostezo.
— Está decidido, no
más allá de las seis y treinta hemos de estar desayunado todos aquí
¿vale?— dijo levantándose de su silla—. Será mejor que nos
vayamos a la cama cuanto antes.
Edward y su hija
dejaron sus sitios junto a la mesa. Samantha ayudo a su madre a
levantar los platos para posteriormente lavarlos, y dejo la cocina
atrás conteniendo un suspiro cansino. Una almohada mullida la
esperaba para intentar aclarar sus pensamientos fríos, mientras se
escapaba de ellos en el mundo de los sueños.
La habitación aún
estaba a oscuras cuando Samantha despertó. Un fuerte escalofrío le
había oprimido el pecho de forma repentina, cortándole la
respiración por un instante. Permaneció boca arriba, con la vista
clavada en el techo al tiempo que reflexionaba sobre lo ocurrido. Su
respiración era agitada y un extraño miedo la embargaba.
Estaba confundida
¿Habría tenido una pesadilla? El único problema era que no
recordaba ningún sueño de esa noche. Eso le hacía sentir más
miedo, pues no era algo que le hubiera pasado nunca antes. Después
se sintió un poco tonta: tenía que haber sido una pesadilla, no era
la primera vez que se olvidaba de un sueño ni bien despertaba. Por
otra parte a esa hora su mente no pensaba con claridad. Con todo, la
chica no podía dejar de sentir que le faltaba algo…
Miró hacia la
ventana. Un leve resplandor comenzaba a escabullirse por la misma, y
pensó que su despertador no tardaría en sonar. En efecto, unos
instantes más tarde un desgarrador sonido invadió la pieza, y
Samantha se inclinó para detenerlo. Dejó sus mantas a un lado algo
apesadumbrada, fue al baño, y luego, todavía con el pijama encima,
se dirigió a la cocina. Al entrar esta se encontró con que sus
padres ya estaban ahí. Edward estaba junto a la mesa leyendo el
periódico mientras Bárbara terminaba de preparar el desayuno.
— Hola, Samantha—
dijo la mujer al ver que su hija se ubicaba en la mesa—. Estaba a
punto de ir para avisarte que el desayuno está listo—. Puso un
plato y un vaso con jugo frente a la chica y también se sentó a
desayunar.
Ninguno de ellos
habló. Edward estaba concentrado en su lectura y Bárbara permanecía
concentrada en quien sabe que pensamientos. Samantha tenía la mente
en blanco, demasiado somnolienta como para perderse en nada que no
fuera comer lo que su mamá le había preparado. Aún así, por
motivos ajenos a su entendimiento, al levantar su vista del plato
para beber un poco de jugo de naranja, no pudo evitar interesarse por
la primera plana del periódico que su padre sostenía en alto. En la
misma había una gran fotografía que mostraba el rostro de un hombre
alto y de alborotado cabello canoso, sonriendo junto a un pulcro
automóvil negro. Sobre la imagen, escrito en grandes letras oscuras,
aparecía el siguiente titulo.
CONMOCIÓN EN
LONDRES
Y a continuación, en
letras más pequeñas, decía:
La brutal muerte
de Stephen Elkins y su familia: detalles sobre este caso que ha
conmovido a la opinión pública.
Cuando leyó esto,
Samantha tuvo un tremendo escalofrió que le oprimió el tórax e
hizo que soltara todo el aire de los pulmones. Fue solo un segundo,
pero fue suficiente para asustar a la chica, quien no podía entender
qué o por qué le había ocurrido. Aunque le parecía claro que no
era culpa de una pesadilla. ¿Sería que lo de Peter la afectaba
tanto? ¿Su aflicción era tan enorme para causarle una cosa como
esa?
No encontró
respuesta. Algo en ella le decía que no podía ser que ese chico la
pusiera así, porque si bien ver a Susan en sus brazos la había
deprimido muchísimo, ese sentimiento en nada se parecía al
compulsivo miedo que la había abordado ahora. ¿Estaría
enfermándose?
Trató de
tranquilizarse bebiendo un poco de jugo, se puso la mano izquierda
sobre el corazón y dio un suspiro de indignación. Al mover su
cabeza a un lado se dio cuenta de que su madre la observaba con
cierta curiosidad.
— Es por comer muy
rápido: me atraganté— dijo Samantha entre nerviosas risitas de
excusa. Su madre no pareció divertirse mucho con esto, de hecho puso
una cara terrible. Era como si hubiera percibido el aroma de una
canasta llena de calcetines usados.
— A veces me
sorprenden las boberías que haces, niña— dijo—. ¿Cómo se te
ocurre hacer eso? ¡Podrías haberte ahogado!
— Lo siento, no
volverá a pasar…
— Eso espero—
terminó Bárbara, indignada.
Ni bien acabó con su
desayuno, Samantha fue a su habitación. Ahí, se quitó el pijama y
comenzó a vestirse con la ropa que había dejado preparada para ese
día, diciéndose a sí misma que debía olvidarse de lo ocurrido. No
podía continuar mortificándose con algo que ya había pasado, ya no
se sentía aterrada y podía respirar muy bien. Se puso una falda que
le llegaba apenas más arriba de las rodillas y una hermosa blusa, la
cual era su favorita. Luego se calzó con unas sandalias, tomó un
bolso de tela donde guardaba su celular con mp4, su billetera y su
maquillaje, y fue al baño para terminar de arreglarse.
Inmediatamente después que acabó de hacerlo, se colgó el bolso
(como tenía un tiro largo se lo colgó atravesado de derecha a
izquierda). Llamó a la puerta de la habitación de sus padres. Desde
adentro, la voz de su mamá le indicó que podía pasar y así lo
hizo. Los padres de la chica ya habían empezado a hacer el equipaje,
y ella se sumó a la labor.
Como Bárbara había
previsto, la tarea les llevó mucho tiempo. Cuando por fin hubieron
terminado, Samantha salió de la habitación, pues sus padres aún
tenían el pijama e iban a cambiarse ahora. Lo que hizo fue entrar a
sus propios aposentos una vez más, dispuesta a sacar su maleta para
llevarla a la sala. Debía admitir que esta tenía un peso bastante
considerable, pero aun así pudo lograrlo sin mayores dificultades.
Se sentó en un sillón a esperar. Al cabo de un rato, Edward
apareció cargando dos maletas: una suya y otra de su esposa (la que
pertenecía a Bárbara era la más grande debido a que ella poseía
un guardarropa más variado). Tenía puesto un vaquero y una camiseta
del Manchester United.
Samantha no entendía
la pasión de su padre por el futbol. A ella le parecía un deporte
muy tonto y la aburría muchísimo, aunque debía admitir que había
algunos jugadores muy atractivos. Claro, no creía que esta ultima
fuera la razón por la cual Edward amaba aquel deporte, pues ni
siquiera era una razón lo suficientemente fuerte para que ella, que
era una chica, le prestara atención.
Apenas unos minutos
después, Bárbara entró a la sala. Lucía un vestido que bajaba
hasta sus rodillas y unos zapatos muy bonitos. Edward se quedo
mirando lo bella que estaba su esposa, pero esta, en cambio, tenía
una mirada de reproche, y Samantha adivinó de inmediato por qué.
— Quítate eso,
Edward— dijo— ¡hoy no nos dirigimos a presenciar una función de
ese circo al que tu llamas deporte! Ponte la prenda que te dejé
preparada.
Bárbara odiaba el
futbol más que a nada en el mundo. La única vez que había accedido
a acompañar a su esposo a un partido, había terminado pisoteada y
golpeada por los fanáticos enloquecidos. Incluso su blusa terminó
arruinada en el proceso.
— Por favor, Bárbara,
no empieces con tonterías…
— ¡No son tonterías!
Debes ubicarte en la ocasión, no puedes aparecerte frente a la gente
del banco vestido así: te verías como un tonto.
Pese a que la idea de
su esposa no le agradaba, Edward se dirigió a la habitación.
Bárbara se quedó parada donde estaba, esperando. Mientras lo hacía,
le dedicó una sonrisa de complicidad a Samantha: al parecer le
divertía la imprudencia de su esposo. Su hija la entendió, pues la
acompañaba en el sentimiento, así que le devolvió el gesto.
Edward regresó con
una camiseta más pulcra. Su esposa se acercó para alisarle algunas
partes que estaban dobladas y arrugadas.
— ¿Lo ves? Con esto
pareces más hombre: te ves guapísimo.
Él forzó una sonrisa
y Bárbara le dio un beso en la boca.
Corroboraron si todo
estaba en orden. Como así era, salieron del departamento y
aseguraron la puerta con llave.
El coche, que se
encontraba en el estacionamiento del edificio, era de un azul tan
oscuro que cualquiera habría dicho que era negro. Samantha no
entendía nada de automóviles: para ella eran todos iguales. No
obstante, para su papá el automóvil representaba su más grande
orgullo, lo cuidaba como a un bebé. Su esposa pensaba que era un
fanatismo exagerado, después de todo no era más que un coche común
y corriente; pero cuando esta se lo manifestaba a él, este decía
que eran cosas de hombres y que ella jamás llegaría a entenderlo.
Quizás las palabras
de Edward tenían cierta verdad, porque Samantha no podía sentirse
emocionada por tener un coche. No hay que malinterpretar, entendía
perfectamente su utilidad y sabía que les ahorraba varios dolores
de cabeza, pero de ello a pensar en el cómo en un hijo, era más de
cuanto pudiera llegar a sentir jamás.
Mientras su padre
cargaba las maletas en el baúl del coche, Samantha se acomodó en la
parte trasera, cerca de de la portezuela de la derecha. Cuando se
abrochaba el cinturón de seguridad, sus padres también entraron:
Edward se ubicó detrás del volante, puesto que él conduciría, y
Bárbara se sentó a su izquierda.
El coche emitió un
leve rugido. Edward expuso una cara de satisfacción y su esposa puso
los ojos en blanco, demostrando una vez más su postura ante el tema.
Samantha mostró una sonrisita, pues siempre que viajaban todos
juntos aquel hacía la misma broma.
El padre de la chica
maniobró un poco en el estacionamiento, buscando la salida que los
dejaría en la calles de la ciudad. En el momento que esto último
sucedía, Samantha cerró los ojos y puso rostro en dirección al
sol, que en ese momento invadía con su luz el interior del vehículo.
Sin embargo, en lugar de disfrutar de su tibieza en la piel, sintió
como si le hubieran arrojado encima un gran balde de agua. Por
tercera vez esa mañana, su pecho se oprimió con fuerza,
impidiéndole respirar. Esto hizo que abriera los ojos bruscamente y
una intensa luminosidad llenó su visión.
Cuando todo eso pasó,
tomó una enorme bocanada de aire. Se puso la mano derecha sobre el
pecho y supo que su corazón latía a una velocidad vertiginosa. En
su vista quedaron unas manchas oscuras e intentó borrarlas
parpadeando muchas veces. ¡Casi había conseguido olvidarse de que
eso le estaba ocurriendo! Estaba muy asustada, más que en las veces
anteriores. ¿A que podía deberse tal horrible suceso? Una sucesión
de recuerdos, pensamientos y sensaciones deprimentes comenzaron a
llenar cada parte de su ser en ese momento.
Samantha vio que su
madre la miraba por el espejo retrovisor e intentó dibujar una
sonrisa que aquella le devolvió sin tardanza. No podía preocupar a
nadie, pensaba con terquedad que todo tenía que ser una tontería,
que todo tenía que deberse a que aún seguía triste por Peter.
Creyendo que lograría borrar todo eso de su cabeza, la chica tomó
el celular de su bolsito de tela, se conectó unos auriculares a los
oídos, y comenzó a escuchar música.
Se sintió aún peor.
Es que las hermosas canciones que hablaban de romances le recordaban
sus pasadas fantasías de amor con Peter, las mismas fantasías que
ahora estaban hechas trizas en su corazón. Entonces cerró los ojos
deseando con todas sus fuerzas que todos esos sueños fueran reales,
que su dolor actual fuera tan solo una pesadilla y que al levantar
los parpados este se esfumara, pero nada ocurrió. Abrió los ojos y
se encontró mirando a través de la ventanilla que estaba a su lado,
donde los edificios pasaban a gran velocidad, quedándose atrás.
Samantha se sentía
patética, no solo por lo de Peter, si no por sus amores en general.
Es que, a pesar de que era una chica bastante bonita, ella nunca
había tenido un novio…
Quizás no era la
única chica en el mundo que a los quince años ni siquiera había
tenido su primer beso, pero eso no la hacía sentir mejor, menos aun
si se imaginaba utilizando esto como excusa ante las burlas de Susan
Burton. No existía consuelo para tal pena. Es más, al pensarlo se
daba cuenta de que no tenía amigas en su misma situación.
Alicia, por ejemplo,
hacía meses que salía con un chico llamado Robert Patterson, de
hecho jamás dejaba de hablar de él cuando estaba con Samantha.
Incluso Agatha había tenido novio. Como si todo ello no fuera poco,
estar cerca de Lucy, su mejor amiga en Londres, reavivaría su celos
hacía ella. Samantha recordaba muy bien lo mal que lo había pasado
el año anterior, encerrada en su habitación mientras veía por la
ventana como Lucy se besaba tan apasionadamente con su novio Philip,
que era sorprendente que pudieran respirar.
La chica creía que
todo aquello era injusto. No podía creer que mientras ella trataba,
sin éxito, de conciliar una relación amorosa, existían chicas,
como Lucy o Susan Burton, a quienes salir con chicos le era
inusitadamente fácil. La relación entre Lucy y Philip, según
pensaba Samantha, había sido digna de entrar en el libro de los
records mundiales, pues su noviazgo duró al menos el mes en el cual
ella había estado en la capital. Eso sí, no era un vinculo de
muchas palabras, o al menos ella nunca los vio hacer otra cosa que
besarse como unos desquiciados.
Ahora ya habían
cargado combustible y se encontraban transitando velozmente a través
de una larga autopista que iba hacia el sur. Bárbara hablaba
abiertamente sobre los chismes de su trabajo mientras Edward seguía
el hilo de su conversación tratando de prestar atención al camino.
Sin embargo, Samantha, miraba sin ver el paisaje que, siempre en
movimiento, se ofrecía vasto al otro lado del cristal de la
portezuela que tenía a la derecha. ¡Cuánto en que pensar! Su mente
se veía inundada de intriga a causa de sus extraños ataques de
terror, y una aun más horrible depresión la ofuscaba al asociarla a
sus fracasos amorosos.
— Debe ser mi
carácter— susurró recordando el fuerte puñetazo que le había
dado a Patrick Weasley por decir que las mujeres eran todas unas
descerebradas. ¿Pero qué podía hacer? Su moral no le permitía
aceptar tal ofensa hacia su ser. En todo caso era cierto que ella se
había excedido un poco, pues su moral también le decía que golpear
era para la gente incivilizada. Actuar de esa manera alejaría a
cualquier chico. Por otra parte, mezclar eso con su timidez no la
hacían la persona más querible del mundo.
— Si quiero revertir
esta situación debo cambiar todas esas cosas en mí— se dijo—.
Después de todo, puede que este viaje a Londres no sea tan malo, ya
que podre aprovechar para probar una nueva personalidad: podre
empezar prácticamente de cero. Si todo funciona será excelente,
pero si hago el ridículo no me afectara en nada. ¡Yo vivo en
Cambridge! Doy vuelta a la página y asunto solucionado.
Esa idea de Samantha
fue como un pequeño rayo de luz que nacía en su interior,
resaltando magníficamente entre tanta penumbra. Durante bastante
tiempo dio vueltas y vueltas a ese pensamiento. Era lo único en lo
que le valía la pena poner su ánimo.
Por desgracia, muchas
veces la luz se ve opacada por un eclipse de abatimiento, la
esperanza se pierde, y terminamos cayendo en pozo sin fondo que nos
traga hasta que las tinieblas son tan espesas que nos impiden
respirar y nos congelan el corazón.
Londres, la capital de
los reinos de Gran Bretaña, ciudad que tantas cosas había visto y
vivido: desastres y guerras la habían azotado hasta casi convertirla
en cenizas, pero ella seguía ahí, de pie, con el clásico estilo
que caracteriza a los británicos. Una ciudad majestuosa a orillas
del inmemorial río Támesis, y estaba frente a sus ojos.
Samantha, una chica
inglesa como cualquier otra, con sus sueños y problemas de
adolescente, respiraba agitada mientras su corazón, que, inquieto
bajo su piel, parecía querer escapar de su pecho, delataba su
ansiedad por razones que iban más allá de su entendimiento.
El coche avanzaba a lo
largo de un admirable puente que, orgulloso, se alzaba sobre las
aguas del río, uniendo sus dos orillas. Los nervios de la muchacha
aumentaban con cada minuto que pasaba. Su madre parecía feliz,
riéndose de los cuentos que ella misma le hacía a su esposo, y, en
la cara de este, una sonrisa se dibujaba mientras movía la cabeza en
señal de simulada indignación.
Los estilizados taxis
negros y los clásicos autobuses rojos de dos pisos, rugían a su
alrededor junto a un sinfín de coches diferentes. Por todas partes,
la gente iba y venía inmersa en sus propios problemas, procurando
apresurarse cuanto les era posible.
El corazón de
Samantha latía cada vez más veloz, casi hubiera sido posible oírlo
en todo el vehículo. ¿Qué le estaba pasando? No podía fijar su
vista en un solo sitio, sus ojos se movían de un lado a otro,
oscilando cual pelota de ping pong.
Habían llegado a una
zona donde elevadas torres de oficinas parecían competir entre sí
para alcanzar las abismales alturas del cielo. El sol, que para esa
hora se alzaba cada vez más cerca de su cenit, destellaba sobre los
cristales de las innumerables ventanas que cubrían las caras de los
edificios, llenando todo de vida.
¿Por qué la chica
estaba tan nerviosa? Sentía que le faltaba algo, creía que tenía
que saber algo significativo, pero ¿Qué debía saber? ¿Ocurriría
algo importante? Tal vez si…
Bárbara le hizo señas
a su esposo para que virara en la siguiente esquina y este así lo
hizo. El edificio en el cual el banco Welfare
and Castle tenía
su sede, era el más alto e imponente de toda la calle, y se
encontraba en la esquina más próxima que tenían a su izquierda.
De repente, todo fue
claro para Samantha. Su pánico hizo que sus latidos pararan y su
respiración se cortó. Era demasiado tarde y ella lo sabía. Quiso
gritar, mas no logró hacerlo, ni siquiera era capaz de moverse: fue
el eterno instante entre la conciencia y el suceso en el cual se
sintió inútil…
Una intensa y fugaz
luz de un purpura tan brillante que parecía blanco, destelló en la
cima misma del edificio del banco, y, por un breve momento, todo se
vio iluminado por ella. Casi al mismo tiempo, Samantha escucho un
ruido desgarrador, semejante al que hubiera provocado un rayo al caer
a su lado. Este se prolongó en un grito horripilante.
Los cristales de los
edificios explotaron en miles de trozos que cayeron como una lluvia
mortal y las fachadas de las construcciones se agrietaron
vertiginosamente. La chica presenció con horror como la calle
comenzó a derrumbarse, abriendo un abismo oscuro, como las fauces de
una bestia enorme que se tragaba todos los coches que estaban sobre
esta. El automóvil donde ella y sus padres estaban osciló con
violencia mientras corría el mismo destino, y acababa colgado entre
un manojo de varillas retorcidas.
La joven estaba
aterrada. Miró entre lágrimas los rostros de su padre y su madre,
quienes dirigían sus ojos de miedo en dirección a ella al tiempo
que intentaban librarse de los cinturones de seguridad para ir a
protegerla, y luego observó por el parabrisas. Terroríficamente
descubrió que una negra masa de escombros de piedra y hierro rugía
cual si fuera un león, e iba a desplomarse justo sobre ella.
Entonces supo que su fin había llegado y cerró los ojos con fuerza.
Samantha sintió como con un brutal y aturdidor golpe el techo del
vehículo se hundió, y luego todo fue silencio…
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