miércoles, 9 de septiembre de 2015

El reino de la arpía


Hola ¿Cómo están? Hace tiempo que no publico aquí, así que les pido disculpas. Hoy les traigo otro capítulo de Una bruja entre tinieblas. El titulo es un poco violento (ni siquiera recordaba que el libro tenía un capitulo con ese nombre), y recuerdo que fue la parte de la novela que más me costó escribir. De he hecho me la salté y seguí con los capítulos que seguían, y no fue sino más de un año después que la pude concluir de forma satisfactoria.
 Si no leyeron los capítulos anteriores, aquí les dejo enlaces:


Ahora sí. ¡A leer!

   4
El reino de la arpía

Samantha tenía la vista fija en el limpiaparabrisas. Notó que Jacob viraba a la izquierda, llevando al vehículo a una calle menos transitada, y aumentó la velocidad.
   Era extraño pensar que hacía apenas una semana, la más grande preocupación de la chica era tan solo conseguirse un novio y pasar con sus amigas un buen verano. Ahora ella no podía creer que el no lograr realizar tan vanas expectativas pudiera deprimirla hasta el punto de hacerla llorar a cada instante. ¡Era una real estúpida! ¡No podía ser posible que creyera estar en extremo destruida, atrapada en un callejón sin salida, entre la espada y la pared, cuando solo estaba sufriendo simples dilemas de adolescentes comunes! Era una ingenua… Creía ser la persona más desdichada de todo el mundo, y en cambio sus problemas no eran únicos, ni complicados. Ojala su actual sufrimiento hubiera sido como aquellos: una simple depresión de una tonta jovencita.
   Nada de ello importaba ya. Su mundo se había derrumbado por completo. Lo único que le quedaba  de su antigua vida era el doloroso recuerdo de sus padres, cuya presencia la acosaba de manera horrible. Se sentía culpable…no sabía por qué, pero así era. Parecía lógico creer que todo cuanto mal le acontecía era totalmente su culpa. Sus padres, sus tíos e incluso el pobre señor Williams, habían perecido. ¡Tal vez el destino de Samantha era permanecer sola! Al parecer, todo ser que sentía afecto hacia ella tenía un triste final… ¡Sería una gran bendición entonces que ya no fuera a ver a sus amigas otra vez, o que Peter Aitchison jamás se hubiera fijado en ella! Debía tratar de alejarse de la gente: no quería causar sufrimiento a nadie. No era justo que alguien tuviera problemas por su culpa y menos aun que muriera…
   A medida que avanzaban, los edificios eran más pequeños y menos imponentes. Durante bastante tiempo, transitaron por la ciudad tomando diferentes calles en las que la corriente de automóviles era cada vez menor. Finalmente, aquel enano conductor se decidió por un camino y llevó al vehículo por este el resto del viaje.
   La chica sintió que aminoraban la marcha y acercó la cara al cristal de la portezuela, en un intento por descubrir el húmedo paisaje que se ofrecía en el exterior.
  — Hemos llegado— dijo Jacob, que había ido bajando la velocidad de a poco hasta parar el avance del automóvil.
   Samantha vio de forma difusa que se habían detenido frente a una casa enorme. Tal vez fue por el clima terrible que acaecía, o por lo que  aquel lugar iba a significar para ella, pero le pareció un sitio horrible. Un maltratado edificio de tres pisos se erguía detrás de una columna de arboles, que se agitaban ruidosamente debido a ocasionales ráfagas de viento huracanado. Era en cierta manera como un viejo castillo: tenía una pequeña torrecilla en cada esquina. En las ventanas de estas, al igual que en muchas de las que estaban sobre la fría fachada de la casona, se podía ver un débil resplandor de luz. La parte central de la edificación era la más alta, por todas partes sobresalían los extremos de humeantes chimeneas.
   Jacob hizo sonar la bocina del coche tres veces. Al cabo de un rato, un hombre con un impermeable salió de la puerta principal y corrió presuroso con la intención de abrir el portón de la enrejada. Con un fuerte chirrido el portón se abrió y el vehículo atravesó la tétrica cerca, que tenía el aspecto de cientos de filosas lanzas unidas por dos largas tiras de metal.
   Avanzaron por un corto camino, rodearon una pequeña rotonda, en la cual había una vieja fuente con un pequeño querubín que escupía agua, y se detuvieron justo ante una amplia escalera que subía hasta el portal de entrada al edificio. El mismo se encontraba resguardado. La parte central del frente de la casona se adelantaba un poco del resto de la construcción, aunque no ocurría así con la planta baja, de modo que se formaba un pequeño porche. Parada en el umbral, se encontraba una mujer que parecía aguardar la entrada de quienes llegaban en el vehículo.
   Jacob apagó el motor del coche. En primera instancia, Samantha había pensado resistirse a bajar de este, mas luego entendió que cualquier esfuerzo sería inútil. Aquel hombre salió del automóvil con un enorme paraguas negro y abrió la portezuela que la chica tenía a su derecha.
  — Ven, Samantha…no llores más— dijo extendiéndole una mano a ella—. Te prometo que aquí te tratarán bien, Podrás hacer muchas amigas y jamás te faltará nada…
   La joven se desabrochó el cinturón de seguridad y se volvió para tomar la gabardina.
  — ¿Qué has hecho con tu mochila?— preguntó Jacob.
  — Usted la guardó en la cajuela— respondió Samantha juntando las hojas de periódico que había desparramado.
  — Tienes razón. No salgas, voy a traerla— Jacob tomó la mochila. Samantha salió finalmente del coche y, resguardados por el paraguas, ambos corrieron escaleras arriba.
  — Buenos días— dijo la mujer que aguardaba en el porche cuando estuvieron frente a ella.
  — Hola, mi nombre es Jacob Edwards— dijo este cerrando el paraguas. Aquella mujer estrechó la mano del hombre.
  — Gusto en conocerlo, señor Edwards, lo estábamos esperando— dijo. Desvió su mirada hacia la chica—. Usted  debe ser la señorita Scott Lewis…
  — Así es— respondió ella.
  — Será mejor que entren, el clima es terrible aquí afuera— dijo la mujer apartándose de la entrada—. La directora de este lugar quiere hablar con ustedes. Habrá té y galletas si es que acepta la invitación, señor Edwards.
  — Pues claro que acepto— dijo Jacob. Puso una mano en el hombro de la chica—. Vamos, Samantha. Acompáñame.
   La mujer los guió a través de un corto pasillo y salieron a un desolado vestíbulo. Comenzaron a subir una amplia escalera. Samantha observó su entorno con atención. En las paredes todo cuanto había perecía viejo y polvoriento: tapices, cuadros y adornos de variadas clases atestaban cada espacio de estas. No se cruzaron con nadie, pero de todas las puertas frente a las que pasaban, subía un murmullo que se sumaba al sonido de sus pies sobre los escalones. Cuando llegaron al tercer piso, caminaron hasta el final de un pasillo y se detuvieron frente a una puerta doble.
   La mujer llamó a la puerta, luego abrió una rendija  y pasó su cabeza a través de ella para poder hablar.
  — Señorita Bradstreet, el señor Edwards ha llegado con la nueva interna ¿Los hago pasar?— dijo.
  — Así es, querida— dijo una voz diferente desde la habitación contigua. La mujer que había guiado a los recién llegados, se volvió hacia ellos y, apartándose del camino, dijo:
  — Pueden entrar. Yo los dejaré aquí, pero volveré en un momento para traer el té.
  — Excelente— dijo Jacob, a quien la idea de tomar algo caliente le entibiaba el corazón. Abrió la puerta y arrastró a Samantha al interior de la habitación.
   Habían entrado a un pequeño estudio. Era un lugar muy oscuro, iluminado tan solo por una lámpara que resplandecía en el techo, en el centro del ambiente. En las paredes había estanterías con muchos libros, aunque también había algunos cuadros. Las ventanas se encontraban cubiertas por unas gruesas cortinas, y estaban al fondo del estudio, lugar donde se hallaba un maltratado escritorio tras el cual la directora estaba sentada leyendo un expediente. Se trataba de una mujer mayor a cincuenta años: Tenía un aspecto severo. Usaba unos anteojos de medialuna que se apoyaban sobre su horrenda nariz puntiaguda.  Su cara estaba totalmente cubierta de arrugas tan marcadas, como gris era su cabello, recogido en un torniquete.
   El hombre y la muchacha se acercaron al escritorio. La mujer rodeó el mismo para estrechar la mano a Jacob y a la chica que custodiaba.
  — Buenos días, Samantha— dijo dirigiéndose a ella y dedicándole una sonrisa en la que descubrió sus dientes de punta (al menos así los vio la joven) —. Nos alegra recibirte en esta institución que espero pronto sientas como tu hogar.
  — Gracias— dijo Samantha fríamente. Nada de esa situación y nada de ese lugar le agradaba: todo parecía ser más frío de lo que se mostraba ya, lo presentía. Tal vez no fuera suficiente con una simple intuición para juzgar algo, sin embargo Samantha estaba empezando a creer en la suya. Después de todo, esta no se equivocaba últimamente.
   La señorita Bradstreet los invitó a sentarse. Samantha, quien se había colocado a la derecha de Jacob, fue blanco de las aparentemente amables preguntas de la directora del orfanato. Esta le realizó de manera volátil, preguntas sobre sus estudios, sus hobbies y gustos personales, preguntas que la chica pelirroja se limitó a responder con notorio desgano. La situación alcanzó el tope cuando la mujer quiso saber cómo se sentía  después de la trágica muerte de sus padres, pues Samantha no se mostró muy comunicativa: no confiaba en aquella anciana y no se sentía cómoda hablando de este tema.
  — No tienes que hablar si no quieres— dijo la señorita Bradstreet con un superficial tono de entendimiento—. Te prometo que nosotras, aquí, haremos lo posible para hacerte sentir mejor pronto.
  — ¿Ves lo que te dije?— dijo Jacob a Samantha dándole unas palmadas en la espalda. En ese instante apareció la mujer que había recibido a los recién llegados, trayendo una bandeja con té y algunos bizcochos. Le alcanzó una taza humeante a cada uno y se retiró.
   La muchacha bebió un sorbo de té. ¿Cómo esperaba toda esa gente que olvidara a sus padres en un momento así? Samantha estaba empezando a cansarse de escuchar cosas como esa: evidentemente nadie entendía sus sentimientos.
   A partir de entonces, la conversación se trasladó explicar los tratos que la nueva interna recibiría en el orfanato, lo que significó un aburrido y muy ensayado discurso  por parte de la señorita Bradstreet. Hablaba como si Samantha no estuviera sentada ahí, y, según pensó esta última, las palabras de la directora eran como un arcoíris formado en el aceite que contamina las aguas de un arroyo muy sucio. Jacob escucho todo con simulado interés, feliz del trato que se le proporcionaba.
  — Llegó el momento de irme— dijo al cabo de un rato, después de vaciar la charola de bizcochos y de beber el último sorbo de su té—. Existen muchos asuntos que debo atender este día. Gracias por todo, señorita Bradstreet, ha sido un placer charlar con usted.
  — El placer ha sido todo mío— le dijo la mujer al hombre. Este se volvió a Samantha.
  — Adiós, jovencita. Espero que pronto te sientas mejor: tal vez venga a visitarte alguno de estos días.
  — Adiós, señor Edwards— se limitó a decir Samantha. La señorita Bradstreet acompañó a Jacob hasta la puerta del despacho, donde se despidió finalmente de él. Luego cerró la puerta y pasó caminando de manera altanera a un lado de la chica, en dirección a su escritorio.
  — ¡Brenda, ven a mi despacho de inmediato!— gritó a través de un intercomunicador. Instantes más tarde una joven mujer apareció en el umbral de entrada.
  — ¿Qué necesita, señorita Bradstreet?— preguntó llevando su mirada entre la anciana y la adolescente, que observaba la escena un tanto confundida.
  — Saca a esta mocosa de mi vista— dijo la señorita Bradstreet—. Tienes que llevarla a su habitación…
  — Enseguida, señorita— asintió la otra mujer—. Ven, muchacha. Acompáñame— agregó dirigiéndose a Samantha. Esta tomó su mochila y caminó rápidamente hacia la salida del despacho: deseaba alejarse cuanto antes de la guarida de aquella arpía.
   La joven mujer llevó a Samantha por un largo pasillo de esa misma planta, donde, muy cerca del final de este, se detuvieron ante una de las puertas que las rodeaban a ambos lados. Cruzaron el umbral. Del lado opuesto existía un dormitorio bastante extenso, donde habían acomodado ocho camas de una plaza.
  — Dormirás en la cama de ahí— dijo Brenda señalando a Samantha ese lugar—. Te hemos dejado ropa de cama doblada encima. Las otras chicas se encuentran en clase en este momento, pero pronto bajarán al comedor para almorzar. Luego de ello podrás unirte a las actividades diarias con el resto de las internas.
  — Gracias— susurró Samantha con desgano, caminando a su cama y viendo que encima de las mantas le habían dejado un horrendo camisón con encaje: ni siquiera su abuela se habría puesto  algo tan feo y desgastado.
   Sin decir más, la mujer que la hubo acompañado abandonó la habitación azotando estridentemente la puerta tras de sí.
   Unas lágrimas se resbalaron por las mejillas de Samantha. Ahora estaba sola de verdad: ya no existía nadie más que se preocupara de verdad de ella y su vida se mostraba incierta ante sus ojos. La atribulada muchacha se arrojó sobre las mantas de su cama y rompió a llorar. Una despiadada tormenta había desatado toda su furia sobre ella y ahora se hundía a pique en las oscuras profundidades de un océano de dolor y amargura.
   Al mediodía, la muchacha fue obligada a bajar a almorzar. El comedor era un salón enorme cuya superficie estaba cubierta de mesas. Samantha, con el rostro húmedo todavía por el llanto, tomó una charola y se formó con el resto de las chicas de todas las edades que esperaban les sirvieran la comida de ese día. Esta olía tan mal como se veía.
   Sintiéndose igual que en una prisión, ella caminó con su charola y se sentó en una mesa que estaba cerca de un rincón. Ahí, el sonido de la lluvia golpeando los cristales de las ventanas era casi aturdidor. La chica jugueteó con la comida, perdida en las tinieblas que parecían acrecentarse en su interior.
   Escuchó risas provenientes de una mesa cercana y levanto la mirada. Descubrió a unas chicas que tenían su atención en ella. Las mismas susurraban y sonreían a manera de burla.
  — ¡Hey, chica nueva!— llamó una de ellas. Parecía la mayor de todas las jóvenes y también era la más hermosa— ¿Has estado llorando, chica nueva?— preguntó luego: Samantha se limitaba a mirarle—. ¿Entonces el gato te comió la lengua? ¡Pobre nenita! Tal vez en el jardín de niños del cual proviene no le enseñaron a no llorar por cualquier motivo…
   Muchas de las chicas en el comedor soltaron finas y estridentes carcajadas.
  — Déjame en paz— dijo Samantha, incomoda: de verdad se sentía una tonta.
  — ¡Ay, parece que te he ofendido!— exclamó la otra chica con sorna—. Sé lo que ha sucedido…— dijo luego poniéndose de pié. Caminó todo el tramo que la separaba de la mesa junto a la cual estaba ubicada Samantha, y se paró justo frente a ella, de espaldas a las ventanas azotadas por la lluvia—. Aun no me conoces: me llamo Belinda— le tendió una de sus manos a la joven pelirroja—. Es un gusto conocerte.
   Samantha miró por un momento la mano de Belinda, luego extendió la suya para estrecharla, pero aquella muchacha quitó la mano justo antes de lograrlo. Hubo muchas risas.
  — Déjame adivinar: vas a llorar otra vez ¿no?— dijo la tal Belinda entre burlas: Samantha estaba empezando a enojarse—. Apuesto a que llorabas por tu papi y tu mami. Seguro tenían que ser unos idiotas para haber criado a una loca como tú ¡Apuesto lo que sea a que se ahogaron bebiendo un vaso de agua!
  — ¡Ya basta!— gritó Samantha con todas sus fuerzas. De improvisto, una imponente ráfaga de viento huracanado provocó que todas las grandes ventanas del comedor se abrieran violentamente de par en par. Entonces, algo similar a una enorme catarata de agua logró escabullirse al interior de la habitación y empapó por completo a la desprevenida Belinda.
   Todas las chicas del salón comenzaron a reírse de la muchacha mojada de pies a cabeza, pero a Samantha no le importó nada de eso. Sintiéndose desesperadamente afligida, corrió entre el aturdidor sonido de las carcajadas y salió fuera del comedor.
   Se dejó caer de espaldas a una pared del pasillo y se enroscó a llorar en el suelo ¡No podía creer lo que estaba viviendo! Sentía que una fría daga se enterraba cada vez más en su corazón, y su alma se ennegrecía a cada uno de sus respiros. No lograría soportar ese destino neblinoso que la esperaba, porque aunque su mamá había superado situaciones similares en su niñez, ella no creía tener la magnífica voluntad que aquella poseía. Por otra parte, presentía que el mal no terminaba aún de destruirla.

Gracias por leer. Aprovecho para contarles que en la actualidad me encuentro reescribiendo La princesa valiente y que es por ello que no he publicado más capítulos aquí. La idea es ofrecerles una versión completa en cuanto esté terminada. El proceso es lento, pero los avances me tienen bastante satisfecho.

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3 comentarios:

  1. hola alejandro esta historia es algo bastante escalofrante

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    1. Ja,ja,ja. Si que lo es. Mi hermano menor, quien leyó la mayor parte del libro, opina que Samantha es muy llorona, pero creo que, con todo lo que le pasa a esta muchacha, está bastante justificado. Mi idea es que fuera dura, porque no entiendo esas historias en las que están ocurriendo cosas terribles y se lo toman todo para la risa, o a las pocas paginas están como si nada. Sin embargo, creo que se me paso un poco la mano.
      Gracias por comentar, saludos!!!!XD

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  2. Perfecto, nuevamente "oscuro", pero al menos te deja con algo para seguir leyendo con gana. je je.
    Fuera de ese tema espero que vuelvas a publicar la Princesa Valiente.

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