lunes, 9 de febrero de 2015

Aventura nocturna


Hola chicos ¿Cómo están? Hoy toca publicar el cuarto capítulo de La princesa valiente. Se supone que los primeros tres son los más importantes para una novela, porque son los que deciden si un lector sigue o no interesado con la historia, así que si están aquí, debo estar haciendo las cosas bien.
(Para leer otros capítulos, toca aquí)

Capítulo 4
Aventura nocturna

Su nombre es James Grisham. Te espera al anochecer, en las ruinas del viejo castillo. Suerte
Las manos me temblaban cuando releí el trozo de pergamino que Catherine puso en mis manos esa mañana, cuando se despedía para volver a Villa Encanto. La primera vez que lo leí, mi corazón era un manojo de dudas, pero eso fue antes de que papá anunciara mi compromiso con Bridius Brendam.
Ni bien se esfumaron los últimos rayos del sol, me colgué un morral de tela. Entre otras cosas, soportaba el peso de mis revistas y de una capa: eran mi único equipaje además de mi espada, atada a un cinturón. Más temprano, me valí de ella para improvisar una cuerda con algunos vestidos. Amarré un extremo al respaldo de la cama y arrojé el resto por la ventana.
— Espero que funcione— dije. Trepé al borde de la abertura.
El castillo era un mar de sombras. Más allá, sobre la colina, resaltaban las luces del campamento. Las voces de los caballeros que festejaban por su cuenta el compromiso de Gabrielle y Andretious, llegaban con el aullido de la brisa.
Le di la espalda al mundo. Deslicé los pies al vacío y confié mi peso a la cuerda. Paso a paso, bajé por el muro exterior de la torre. El suelo esperaba a doscientos cincuenta pies, pero era la única opción de burlar a la guardia.
Dermorn era el país más seguro del mundo, oculto por un centenar de hechizos en algún sitio entre París y el Mar Mediterráneo. Si tu nombre no figuraba en los libros del registro de Dermorn, una habitación en el corazón de la colina que soportaba los cimientos de Camin Balduin, eras incapaz de hallarlo. Aún con un mapa que marcara el sitio exacto donde buscar. El propio rey se encargaba de actualizar la lista y nadie con intenciones dudosas entraba en ella.
Así era desde que el rey Galbrien Deveraux expulsó a las tropas invasoras de Arthorious Brendam, doscientos años atrás. Fue la única forma de impedir una guerra contra Starivia en los terrenos de Dermorn. Los caballeros de mi padre los recorrían por si acaso. Patrullaban las fronteras y registraban a todo aquel que entraba, comprobando que aún fuera digno de la confianza de rey. Aunque no era así a la inversa. Si uno quería abandonar el reino, los registros e interrogatorios se dejaban de lado. A menos que fueras Madeleine Deveraux.
Ni siquiera papá tenía una escolta tan grande como la mía. Los caballeros que custodiaban el castillo debían reportar mi ubicación cada una hora, no para protegerme, si no para impedir que escapara. A veces me desaparecía a propósito, solo para divertirme viendo a la guardia de Alduick poniéndose alerta, pero la mayoría del tiempo resultaba fastidioso. Si se me ocurría escapar de verdad, no llegaría a mitad de camino a la frontera antes de tener al reino entero pisándome los talones.
Pero si creían que estaba en mi torre…
Contuve un chillido, la cuerda cedió. La cama se deslizó por la habitación y caí unos tres metros hasta que la pared la detuvo en seco. La inercia golpeó mi cuerpo contra el muro y la cuerda se me fue de las manos.
Me precipité sobre un tejado. Agité los brazos, buscando un agarre entre la avalancha de tejas que rodaban al borde del edificio. La canaleta de la lluvia crujió bajo mis talones.
Permanecí quieta por un minuto, hasta que mis manos dejaron de temblar y el corazón paró de latirme en la garganta.
— Está bien— dije, esforzándome en llevar aire a los pulmones—. Tienes que continuar.
La pared del edificio principal tenía muchas cornisas, adornos y gárgolas. Si cuidaba los pasos, eran como una escalera hasta el patio de armas del castillo, y yo conocía el camino más seguro.
Una vez, cuando tenía diez años, me escapé de una clase de la señora Grislund. Era mi institutriz desde que tenía memoria, y siempre fue igual de mandona e insoportable. En ese tiempo la odiaba, así como odiaba todo lo que quiso enseñarme: modales, costura, danza, canto… Aquella semana se las empeñaba en hacerme tocar el arpa, así que, en uno de sus descuidos, abrí la ventana y bajé por el muro.
Papá me encontró varias horas después, jugando a los espadazos en los lindes del Bosque Misterioso. Me mandó castigada, pero al tiempo volví a escapar. Al final, papá razonó conmigo. Me permitiría practicar con la espada si yo no faltaba a las clases de la señora Grislund y no volvía a usar las paredes como escalera. Él cumplió con su palabra y yo cumplí con la mía.
Bueno, más o menos…
Pasaron varios años desde eso y, aunque seguía práctica, cada paso me consumía el doble de tiempo. Lo que gané en fuerza en brazos y piernas, lo perdí en agilidad. Pies y manos más grandes significaban menos lugares que me servían de apoyo.
Alcanzaba la mitad del trayecto cuando un rostro se asomó por una ventana. Apreté el cuerpo contra la pared y recé para que no viera el borde de mi vestido, agitándose cual cortina al viento.
Pasaron cinco minutos hasta que me atreví a asomar la cara por el cristal. Vi al rey Darbious alejándose por el pasillo, continuando con otro de sus paseos por Camin Balduin. Me lo crucé en varias ocasiones desde su llegada al castillo, lo cual resultaba incomodo. Cuando sucedía, le dedicaba una reverencia y seguía mi camino tan rápido como podía sin parecer grosera.
Pasé frente a la ventana y bajé ayudada de la siguiente gárgola. Me quedé quieta a unos pasos del suelo. Dos centinelas caminaban a los pies del edificio y esperé hasta que desaparecieron en una esquina. Corrí por el patio, hasta la tapa de la alcantarilla. La moví y descendí por una escalera metálica.
Escuche el sonido de unas botas. Me apresuré a cubrir la abertura y la tapa de la alcantarilla me atrapó un dedo. Ahogué un grito. Mis pies resbalaron y luche por volver a asir la escalera. En lugar de ello, terminé con manos y rodillas hundidas en diez pulgadas de agua pútrida.
Me levanté entre maldiciones, con medio vestido empapado. Tanteando en la oscuridad, caminé hasta el borde del túnel y trepé a una vereda angosta que bordeaba el canal. Revolví en mi bolso y saqué un curioso objeto que me llegó desde la misma fuente que las revistas. Una barra alargada y acuosa que, al agitarla, emitía una luz verde.
Con ella entre manos, recorrí el penumbroso laberinto. No era la primera vez que lo hacía, así que supe dónde encontrar la salida. Fue cuestión de sortear unos recodos y evitar un par de ratas. Forcé un barrote de la reja protectora, ladeé el cuerpo para cruzar, y luché con la maraña de arbustos que cubrían la entrada al túnel. El viento me agitó el cabello bajo el ramaje del Bosque Misterioso. El griterío del campamento era un susurro lejano.
Al ver las columnas roídas, devolví la luz mágica al morral. El bosque se cortaba al borde de las ruinas: todo un laberinto de torres derrumbadas, columnas cubiertas de enredadera, y de desgastadas estatuas semienterradas. Al caminar entre ellas, me sentí en mitad de un ajedrez gigante. Muchas veces me pregunté de donde salieron, cuál era su historia. Si nunca se lo transmití a alguien, es porque habría admitido que estuve entre ellas, cosa prohibida para mí. El Bosque Misterioso no se llamaba así por ser un lugar de felicidad: su nombre implicaba peligro…
Justo pensaba en esto cuando lo vi, de pie en mitad de lo que en otro milenio fue el patio de armas.
Me acerqué. El caballero me daba la espalda mientras arreglaba la silla de montar al fabuloso grifo gris. Me cautivó la extraña mezcla de rasgos que lo formaban: la cabeza y las alas de un águila, y el cuerpo de león.
Una piedra me enganchó el pié y caí de bruces al suelo. Al levantar la cabeza, vi que una mano me ofrecía ayuda. La aferré y me erguí hasta quedar cara a cara con el caballero. Arrugué la frente.
— ¿Tú…?


¿Les gustó? Este capítulo me costó más que los anteriores, porque la historia avanza de modo distinto. Hasta el tercero, la mayor parte era diálogos, mientras que aquí todo es narración, pues la protagonista está sola. Por eso agradezco la oportunidad de mostrárselo a ustedes. Me obliga a ver lo que escribo a través de los ojos de mis lectores y a ser más crítico. Antes de subirlo al blog, cambié todo lo que no me gustaba, porque no importa con que el capítulo sea crucial para la historia, sino que sea ameno de leer. No digo que sea perfecto, pero ya está mejor.

Gracias por leerme. ¿Alguna vez se escaparon por una ventana? Comenten y, si les gustó el post, compártanlo en la red. ¡Hasta la próxima!

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