Hola chicos ¿Cómo están? Hoy toca
publicar el cuarto capítulo de La princesa valiente. Se supone que los primeros
tres son los más importantes para una novela, porque son los que deciden si un
lector sigue o no interesado con la historia, así que si están aquí, debo estar
haciendo las cosas bien.
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Capítulo 4
Aventura
nocturna
“Su
nombre es James Grisham. Te espera al anochecer, en las ruinas del viejo
castillo. Suerte”
Las manos me temblaban cuando releí
el trozo de pergamino que Catherine puso en mis manos esa mañana, cuando se
despedía para volver a Villa Encanto. La primera vez que lo leí, mi corazón era
un manojo de dudas, pero eso fue antes de que papá anunciara mi compromiso con
Bridius Brendam.
Ni bien se esfumaron los últimos
rayos del sol, me colgué un morral de tela. Entre otras cosas, soportaba el
peso de mis revistas y de una capa: eran mi único equipaje además de mi espada,
atada a un cinturón. Más temprano, me valí de ella para improvisar una cuerda
con algunos vestidos. Amarré un extremo al respaldo de la cama y arrojé el resto
por la ventana.
— Espero que funcione— dije. Trepé
al borde de la abertura.
El castillo era un mar de sombras.
Más allá, sobre la colina, resaltaban las luces del campamento. Las voces de
los caballeros que festejaban por su cuenta el compromiso de Gabrielle y
Andretious, llegaban con el aullido de la brisa.
Le di la espalda al mundo. Deslicé
los pies al vacío y confié mi peso a la cuerda. Paso a paso, bajé por el muro
exterior de la torre. El suelo esperaba a doscientos cincuenta pies, pero era
la única opción de burlar a la guardia.
Dermorn era el país más seguro del
mundo, oculto por un centenar de hechizos en algún sitio entre París y el Mar
Mediterráneo. Si tu nombre no figuraba en los libros del registro de Dermorn,
una habitación en el corazón de la colina que soportaba los cimientos de Camin
Balduin, eras incapaz de hallarlo. Aún con un mapa que marcara el sitio exacto
donde buscar. El propio rey se encargaba de actualizar la lista y nadie con
intenciones dudosas entraba en ella.
Así era desde que el rey Galbrien
Deveraux expulsó a las tropas invasoras de Arthorious Brendam, doscientos años atrás.
Fue la única forma de impedir una guerra contra Starivia en los terrenos de
Dermorn. Los caballeros de mi padre los recorrían por si acaso. Patrullaban las
fronteras y registraban a todo aquel que entraba, comprobando que aún fuera
digno de la confianza de rey. Aunque no era así a la inversa. Si uno quería
abandonar el reino, los registros e interrogatorios se dejaban de lado. A menos
que fueras Madeleine Deveraux.
Ni siquiera papá tenía una escolta
tan grande como la mía. Los caballeros que custodiaban el castillo debían
reportar mi ubicación cada una hora, no para protegerme, si no para impedir que
escapara. A veces me desaparecía a propósito, solo para divertirme viendo a la
guardia de Alduick poniéndose alerta, pero la mayoría del tiempo resultaba
fastidioso. Si se me ocurría escapar de verdad, no llegaría a mitad de camino a
la frontera antes de tener al reino entero pisándome los talones.
Pero si creían que estaba en mi
torre…
Contuve un chillido, la cuerda
cedió. La cama se deslizó por la habitación y caí unos tres metros hasta que la
pared la detuvo en seco. La inercia golpeó mi cuerpo contra el muro y la cuerda
se me fue de las manos.
Me precipité sobre un tejado. Agité
los brazos, buscando un agarre entre la avalancha de tejas que rodaban al borde
del edificio. La canaleta de la lluvia crujió bajo mis talones.
Permanecí quieta por un minuto,
hasta que mis manos dejaron de temblar y el corazón paró de latirme en la
garganta.
— Está bien— dije, esforzándome en
llevar aire a los pulmones—. Tienes que continuar.
La pared del edificio principal
tenía muchas cornisas, adornos y gárgolas. Si cuidaba los pasos, eran como una
escalera hasta el patio de armas del castillo, y yo conocía el camino más
seguro.
Una vez, cuando tenía diez años, me
escapé de una clase de la señora Grislund. Era mi institutriz desde que tenía
memoria, y siempre fue igual de mandona e insoportable. En ese tiempo la
odiaba, así como odiaba todo lo que quiso enseñarme: modales, costura, danza,
canto… Aquella semana se las empeñaba en hacerme tocar el arpa, así que, en uno
de sus descuidos, abrí la ventana y bajé por el muro.
Papá me encontró varias horas
después, jugando a los espadazos en los lindes del Bosque Misterioso. Me mandó
castigada, pero al tiempo volví a escapar. Al final, papá razonó conmigo. Me
permitiría practicar con la espada si yo no faltaba a las clases de la señora
Grislund y no volvía a usar las paredes como escalera. Él cumplió con su
palabra y yo cumplí con la mía.
Bueno, más o menos…
Pasaron varios años desde eso y,
aunque seguía práctica, cada paso me consumía el doble de tiempo. Lo que gané
en fuerza en brazos y piernas, lo perdí en agilidad. Pies y manos más grandes significaban
menos lugares que me servían de apoyo.
Alcanzaba la mitad del trayecto
cuando un rostro se asomó por una ventana. Apreté el cuerpo contra la pared y
recé para que no viera el borde de mi vestido, agitándose cual cortina al
viento.
Pasaron cinco minutos hasta que me
atreví a asomar la cara por el cristal. Vi al rey Darbious alejándose por el
pasillo, continuando con otro de sus paseos por Camin Balduin. Me lo crucé en
varias ocasiones desde su llegada al castillo, lo cual resultaba incomodo. Cuando
sucedía, le dedicaba una reverencia y seguía mi camino tan rápido como podía
sin parecer grosera.
Pasé frente a la ventana y bajé
ayudada de la siguiente gárgola. Me quedé quieta a unos pasos del suelo. Dos
centinelas caminaban a los pies del edificio y esperé hasta que desaparecieron
en una esquina. Corrí por el patio, hasta la tapa de la alcantarilla. La moví y
descendí por una escalera metálica.
Escuche el sonido de unas botas. Me
apresuré a cubrir la abertura y la tapa de la alcantarilla me atrapó un dedo.
Ahogué un grito. Mis pies resbalaron y luche por volver a asir la escalera. En
lugar de ello, terminé con manos y rodillas hundidas en diez pulgadas de agua
pútrida.
Me levanté entre maldiciones, con
medio vestido empapado. Tanteando en la oscuridad, caminé hasta el borde del
túnel y trepé a una vereda angosta que bordeaba el canal. Revolví en mi bolso y
saqué un curioso objeto que me llegó desde la misma fuente que las revistas.
Una barra alargada y acuosa que, al agitarla, emitía una luz verde.
Con ella entre manos, recorrí el
penumbroso laberinto. No era la primera vez que lo hacía, así que supe dónde
encontrar la salida. Fue cuestión de sortear unos recodos y evitar un par de
ratas. Forcé un barrote de la reja protectora, ladeé el cuerpo para cruzar, y
luché con la maraña de arbustos que cubrían la entrada al túnel. El viento me
agitó el cabello bajo el ramaje del Bosque Misterioso. El griterío del
campamento era un susurro lejano.
Al ver las columnas roídas, devolví
la luz mágica al morral. El bosque se cortaba al borde de las ruinas: todo un
laberinto de torres derrumbadas, columnas cubiertas de enredadera, y de
desgastadas estatuas semienterradas. Al caminar entre ellas, me sentí en mitad
de un ajedrez gigante. Muchas veces me pregunté de donde salieron, cuál era su
historia. Si nunca se lo transmití a alguien, es porque habría admitido que
estuve entre ellas, cosa prohibida para mí. El Bosque Misterioso no se llamaba
así por ser un lugar de felicidad: su nombre implicaba peligro…
Justo pensaba en esto cuando lo vi,
de pie en mitad de lo que en otro milenio fue el patio de armas.
Me acerqué. El caballero me daba la
espalda mientras arreglaba la silla de montar al fabuloso grifo gris. Me
cautivó la extraña mezcla de rasgos que lo formaban: la cabeza y las alas de un
águila, y el cuerpo de león.
Una piedra me enganchó el pié y caí
de bruces al suelo. Al levantar la cabeza, vi que una mano me ofrecía ayuda. La
aferré y me erguí hasta quedar cara a cara con el caballero. Arrugué la frente.
— ¿Tú…?
¿Les gustó? Este capítulo me costó más
que los anteriores, porque la historia avanza de modo distinto. Hasta el
tercero, la mayor parte era diálogos, mientras que aquí todo es narración, pues
la protagonista está sola. Por eso agradezco la oportunidad de mostrárselo a
ustedes. Me obliga a ver lo que escribo a través de los ojos de mis lectores y
a ser más crítico. Antes de subirlo al blog, cambié todo lo que no me gustaba,
porque no importa con que el capítulo sea crucial para la historia, sino que
sea ameno de leer. No digo que sea perfecto, pero ya está mejor.
Gracias por leerme. ¿Alguna vez se
escaparon por una ventana? Comenten y, si les gustó el post, compártanlo en la
red. ¡Hasta la próxima!
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