Hola ¿Cómo están? Es
lunes y toca compartir el capítulo veinte de La
princesa valiente,
pero antes quiero contarles que el viernes publiqué el primer
capítulo de Una bruja entre tinieblas, la primera novela que empecé
a escribir (Véanlo aquí). Si les gusta, podría haber capítulos
nuevos cada semana, lo que me servirá de excusa para darle un final.
Ahora sí, los dejo con Madeleine.
20
Walm
— Tu hermana es un poco
tempestuosa— dije y Marcus dio un respingo. Esbozó una sonrisa al
reconocerme.
— No tanto— dijo.
Estaba apoyado en la borda, lejos del griterío de la tripulación,
que se apretaba alrededor de Bianca. La chica ocupó la tarde
demostrando su valía con el arco, mientras los marinos aclamaban sus
proezas y apostaban entre ellos—. Solo se comporta así por Oliver
Fletcher.
— ¿Oliver?
— Está enamorada de
él.
— ¿En serio?— el
clamor de los marinos reverberó en la cubierta. Bianca apostó que
daría en el blanco con los ojos vendados y lo logró.
—Oliver acapara la
atención de todas las chicas. Medio Abismo suspira por él en
secreto.
— No parece que te
guste la idea.
— Él no les presta
atención porque está demasiado ocupado siendo el caballero
perfección. Piensa que luchando de tu lado caerá en gracia a los
ojos del rey Alexandre o, en su defecto, de tu tío Philip.
— Pero tú estás aquí
para cuidar de tu hermana ¿verdad?
Marcus se puso colorado.
— En realidad, si…—
dijo.
— No tienes de que
avergonzarte: tienes tus razones y yo las mías. Me alegra contar con
vuestra ayuda… Permiso…
Me incliné en la borda y
vomité. Tres días de viaje en La
Hermosa Stella
no bastaron para acostumbrarme al choque de las olas. De a ratos, el
contenido de mi estomago permanecía intacto, pero bastaba que el
barco se meciera un poco más de lo debido y todo acababa. Aunque
decidí no comer hasta el fin de la travesía, siempre quedaba algo
que quería salir.
La primera noche, Lorena,
James y yo nos reunimos en el camarote del capitán Jaques, a tomar
una cena que solo él se animó a probar. Nos explicó que conocía
una ruta rápida a través de los mares de la quinta dimensión. Esta
llevaba a las aguas del norte de Irlanda, cerca de la desembocadura
de un río que pasaba por Walm.
— Pocos la conocen—
dijo Jaques—. Solo aquellos que han navegado tanto como yo se
atreven a explorar los secretos de la quinta dimensión. Esta es como
una telaraña enorme, y hay que confiar mucho en las matemáticas
para no confundir los hilos. Además, existen otros peligros.
— ¿Qué clase de
peligros?— pregunté.
— Monstruos, tormentas…
y ningún agua está libre de piratas.
— Nada de ello nos
asusta—dijo Lorena—. Son peligros nefastos, sin duda, pero a
diferencia de los Brendam, ninguno nos busca.
Jaques asintió. Las
palabras de Lorena no me tranquilizaron en lo absoluto, pero tampoco
dije nada. Había que llegar a Walm como diera lugar y no sería yo
la que pondría obstáculos.
— ¡Tierra a la vista!—
el grito llegó desde la cofia. Marcus y yo nos unimos a los curiosos
que se reunían en la proa. Más allá, una línea gris cruzaba el
horizonte.
— Por fin habrá algo
de acción— dijo Bianca.
— Espero que te
equivoques— dijo Marcus—. No soportaría otra emboscada de los
Brendam.
—Eres bastante cobarde
para ser un caballero de La Torre ¿sabes? Deberías tener la
gallardía de Oliver, que siempre es el primer voluntario para una
aventura.
El capitán ordenó que
echaran el ancla. Marcus bajó a la bodega y regresó con nuestros
grifos: una montura para cada uno y otro para transportar carga. El
mío tenía las alforjas llenas de pescado y un pequeño espacio para
mis pertenencias.
James se unió al grupo
apenas unos minutos antes de partir. Agradeció a Jaques por su ayuda
y dio órdenes a Marcus y Oliver. En ningún momento se dirigió a
mí…
La noche nos cobijó.
Volamos encima de las colinas boscosas, sin perder de vista la línea
del río. Pasó una hora hasta que James nos ordenó aterrizar.
Desmontamos en un claro.
— ¿Qué pasa?—
pregunté—. ¿Ya llegamos?
— Tenemos que
dividirnos. Es peligroso llegar volando hasta Walm— dijo James. Se
volvió al resto del grupo—. Lorena, Madeleine y yo continuaremos
solos. Los demás se quedan aquí, cuidando a los grifos ¿Entendido?
— ¿Seguro que es buena
idea, mi señor?— preguntó Oliver—. ¿Qué pasa si están en
peligro?
— Esta vez estoy
preparado— James metió la mano en el cuello de su jubón y sacó
el extremo de una cadenilla. Un cilindro plateado colgaba de ella.
— ¿Qué es…?—
pregunté.
— Un silbato para
grifos— dijo Lorena. James asintió.
— Nelson me dio el suyo
antes de partir. El capitán de la compañía lo usa para ordenar al
escuadrón, y los grifos son atraídos por su sonido sin importar la
distancia. Estén atentos a su humor.
Tomé el morral con mis
pertenencias y seguí a James entre los pinos. El no quería saber
nada de antorchas para iluminar el camino, pero lo convencí de
utilizar mi vieja luz mágica.
— Esto no es mágico—
dijo—. Es una linterna para acampar. Las venden a un par de libras
en cualquier tienda de Londres.
— Cállate y
enciéndela. No encontraremos la ciudad tanteando a oscuras.
Mantuve la mano en la
empuñadura de la espada, atenta a los sonidos. El crujido de las
hojas secas bajo nuestros pies, el aire que salía y entraba a
nuestros pulmones, silbando: ambos se disolvían ante el canto
cercano de las ranas. Una niebla subió desde el río, trayendo
consigo el olor de algas descompuestas. La bota de James se hundió
en el barro de la orilla.
Lorena señaló a nuestra
izquierda, donde una retorcida estructura de madera se levantaba
encima de la niebla. Era un puente. Nos acercamos, luchando contra
los arbustos, y sus tablas se quejaron de nuestro peso. En la orilla
opuesta, un grupo de sauces hacia las veces de cortina, ocultando lo
que había más allá. La rueda inerte de un molino se asomaba entre
las ramas.
Un camino de tierra
atravesaba el follaje para terminar a los pies una pared de
enredadera. Esta trepaba por las rocas de la muralla y solo respetaba
el espacio abierto por un arco, que nos dio paso a una calle de
adoquines que se metía entre un bosque de siluetas siniestras.
Los jardines traspasaban
sus cercas, agrietando muros e invadiendo las aceras. Lo que en otro
tiempo fueron casas pintorescas, ahora eran un cúmulo de fachadas
sin vida, con ventanas huecas o paredes reducidas a pilas de
escombros. La calle desembocaba en una plaza descuidada, con un
frondoso roble echando raíces al centro.
— Hace años que este
sitio está abandonado— dijo Lorena.
Tragué saliva.
— Nunca imaginé que
los Brendam hubieran desatado una furia tan enorme…
— Mataron a mucha gente
en su afán por exterminar a los Everin.
Un chasquido, seguido del
roce de unas ropas, quebró el silencio. James desenvainó la espada.
— ¿Quién anda ahí?—
preguntó. Una silueta surgió de los arbustos que poblaban la plaza.
— Aquí soy yo quien
hace las preguntas— proclamó el desconocido—. Están invadiendo
propiedad privada.
— No tenemos malas
intenciones. Soy James Grisham, señor de La Torre del Abismo…
El individuo se adelantó.
La linterna iluminó el rostro barbado de un hombrecillo de cuatro
pies de estatura, en cuyas manos apretaba una daga. Sus ojos
recorrieron el rostro de James.
— ¿Eres pariente de
Joseph Grisham?— preguntó.
— Soy su hijo.
— Se nota…— el
gnomo envainó la daga y nos dio la espalda—. Síganme, este no es
sitio para charlar.
James bajo la espada y yo
tiré de su manga.
— ¿Piensas seguirlo?—
pregunté.
— Conoció a mi padre.
— Solo mencionó su
nombre. ¿Y si es una trampa de los Brendam?
— La ciudad está
desierta— dijo. Se libró de mi agarre y caminó tras los pasos del
gnomo. Lorena y yo lo seguimos.
Cruzamos al lado opuesto
de la plaza y nos arrimamos a un caserón de tres pisos. Tenía la
mitad de sus ventanas toponeadas con tablas, y una pila de escombros
impedía el paso a la puerta principal. El gnomo nos llevó a una
entrada lateral que nos dio paso a una habitación pequeña y cálida.
— Tomen asiento—
dijo, apoyando su sobrero puntiagudo sobre una mesa. Su calva brilló
cuando se inclino a tomar la caldera que bufaba en la estufa y
sirvió cuatro tazas de té. Nos entregó una a cada uno antes de
acomodarse en el sillón.
Acepté su cortesía con
cierto recelo. Fui la primera en hablar.
— ¿Quién es usted?—
pregunté.
— Me llamo Arthamis
Faberin— respondió el gnomo—. Soy el guardián de la ciudad.
Disculpen mi manera de actuar allá afuera, pero es raro tener
visitas en Walm.
— ¿Eres el único que
vive aquí?— preguntó James. Arthamis asintió.
— Nadie quiso seguir
después de la destrucción que los Brendam trajeron al pueblo.
Varios caballeros se quedaron conmigo para proteger a la gente que
sobrevivió, pero también se fueron.
— ¿Conociste a mi
padre?
— Luché con él codo a
codo, tratando de proteger Walm… Al ver tu rostro lo recordé: te
le pareces mucho.
James apretó la
mandíbula, provocando que los músculos resaltaran. Abrió la boca,
pero yo lo interrumpí.
— Disculpe, señor
Arthamis, pero no vinimos a tomar el té con usted. Buscamos
respuestas.
— ¿Quién eres tú,
niña?
— No soy una niña—
la voz me tembló—. Soy Madeleine Deveraux, la princesa de Dermorn,
y ella es mi tía Lorena.
Al oír nuestros nombres,
el gnomo se arrodilló y me besó la mano.
— Mil disculpas,
alteza— dijo—. Hay pocos nobles que merezcan tanto mi respeto
como los Deveraux. Cuando mi pueblo quedó diezmado por el avance de
la urbanización en Europa, el rey Galbrien nos ofreció asilo en
Dermorn. Eso fue antes de que empezara su guerra con Starivia y no
fue necesario, puesto que logramos conservar nuestros bastiones de
Irlanda.
— Nuestra búsqueda es
urgente— dije—. Los Brendam invadieron Dermorn. Tomaron Camin
Balduin y, hasta donde sé, tienen prisionera a mi familia, mientras
que yo estoy fuera del reino, incapaz de enviar ayuda. Necesito
encontrar la manera de volver y quizás usted pueda ayudarme.
Arthamis se puso de pié.
— Hable y seré suyo—
dijo—. ¿Qué necesita de mí?
— Díganos lo que sabe
del linaje Everin— habló Lorena. El gnomo frunció el ceño.
— No es mucho lo que
puedo decirles. Sé que ya no existe, pues los Brendam aniquilaron
Walm para asesinar a la última familia del linaje.
— ¿Está seguro de que
murieron?
— Sin duda. Su casa es
una ruina al oeste del pueblo.
— ¿Podría llevarnos
hasta ella?
— Le repito que se
trata de una ruina…
— Aún así. Sería
importante verla.
El gnomo asintió. Volvió
a colocarse el sombrero y salió a la niebla. Lo seguimos hasta una
casa que se erguía al final de la calle, con la mitad de las paredes
en pié, cubierta de plantas trepadoras. Lorena aferró su bola de
cristal y se metió entre las rocas.
— Revuelvan los
escombros. Cualquier cosa podría darnos un indicio de lo sucedido.
Arthamis nos observó de
cerca mientras indagábamos entre los muebles polvorientos. Algunos
continuaban con la disposición que le dieron sus ocupantes, como si
el tiempo no hubiera transcurrido y estos pudieran retornar de un
paseo en cualquier instante. Las agujas de un reloj macaban la hora
en que dejó de funcionar, cuando lo derribaron sobre los añicos del
suelo. James se agachó y recogió algo atrapado abajo. Su rostro
palideció.
— Esta niña…
— ¿Qué pasa?—
pregunté. James me pasó un marco con una fotografía bastante
dañada. Mostraba a una niña pelirroja, no mayor a siete años,
abrazada por un hombre y una mujer.
— Me parece conocerla.
— Esa es la familia
Everin— dijo Arthamis, tomando la foto. Lorena se acercó y puso
una mano en el hombro de James.
— ¿De dónde la
conoces?— preguntó.
James no respondió de
inmediato. Apretó los parpados.
— El funeral de mi
padre— dijo—. Recuerdo que estaba junto a mí cuando quemamos el
cuerpo de mi padre.
— ¿Recuerdas si estaba
con alguien?
— Había una mujer…
recuerdo que le tendió un pañuelo para las lágrimas.
— La veo— dijo
Lorena, con las pupilas fijas en la bola de cristal—. Veo a la
niña y a la mujer. También veo al hombre que está con ellas. Es
Byron Merilyn.
— ¿Lo conoces?—
pregunté.
— Evangeline era su
amiga— dijo Lorena—. Lo conocí poco después de que nos fuimos
de Dermorn. Cuando empezamos el negocio de las soluciones mágicas,
le comprábamos algunos ingredientes. Perdí contacto cuando me fui a
Londres, pero sé que su esposa tiene una tienda en Copenhague.
— ¿Crees que sepan
algo de esa niña?
— No sé, pero hay que
encontrarlos.
¿Qué les pareció el
capítulo? Recuerdo que fue uno de los que más me atascó, tanto
cuando lo escribía por primera vez, como en las reescrituras.
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